sábado, agosto 31, 2013

CIRSE por JULIO CORTAZAR


And one kiss I had of her mouth, as I took
the apple from her hand. But while I bit it, my
brain whirled and my foot stumbled; and I felt my
crashing fall through the tangled boughs beneath
her feet and saw the dead white fates that
welcomed me in the pit DANTE GABRIEL ROSSETTI,
The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes
entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón
en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar
despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica
de la farmacia —«no porque yo lo crea, pero si fuese verdad qué horrible»— y hasta don
Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia
Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría
paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia
con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el
miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y
brutal, a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los
comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y
cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —
a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos
(yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con
faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban
el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: «La odian porque no es chusma como
ustedes, como yo mismo», y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara
con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa
como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces
Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces
la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales,
seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro
cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a
Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió
viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir
a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario
cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los
veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera
preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando
se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por
Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los
domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había
festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las
persianas. Un gato seguía a Delia, todos los animales se mostraban siempre sometidos a
Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara.
Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó
(era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La
madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban,
hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en
una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le
había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en
Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros
chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo
se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas
coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la
incrédula desazón en el gestó de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo
cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto el golpe
brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se
despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en
gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de
haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque
ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el
capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese
entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre
una «visita», y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la
tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba
a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre
negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros
para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba
en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en
Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y
mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehuyen o aceptan las caricias. Las pocas
líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en
el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de
Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos
nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco,
con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
«Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas pero perdóname, mamá». Un
papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó
como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan
feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando
el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un
enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le
falló el corazón de golpe. Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet
doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los
zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de
Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y
lo van cortando en pedazos. Y casi en seguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón,
la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo
explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba
vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba.
Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como
si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional.
Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra
fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado
a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra
vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y
le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los
bombones, a Mario le extrañaba pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los
Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia
dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las
botellas. «A Héctor...», empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario.
Después se dieron cuenta de que a Mario no le molestaba la evocación de los novios. No
volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas
nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que
hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del
aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara
cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, llévaselos, está en la sala —y lo miraron
salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de
laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados,
perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando
estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía
hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a
describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate
o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja
perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía
sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano
pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los
dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro
malestar, una dulzura de abominable repugnancia. «Tire ese bombón», hubiera querido
decirle. «Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca porque está vivo, es un ratón vivo».
Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del
licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se
sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. «El tercer
novio», pensó raramente. «Decirle así: su tercer novio, pero vivo».
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno
agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los
recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo
ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que
alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella
recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo
menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo
agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin
habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si
los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste
entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta
la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga
en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras
una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta
tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible
que sentía —a veces, a solas— como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de
parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre,
todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de
naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron
probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada
mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante.
«Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso», dijo una o dos veces. Delia, que
hablaba poco cuando estaba contenta, observó: «Lo hice para vos». Los Mañara la miraban
como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia. Mario lo supo por unas palabras de
Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: «Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo
tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón». Tener un novio tan
delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de
tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si
también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a
ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a
Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir
muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una
muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas
amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los
ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún
estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente —también de noche, ya en la
sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar
los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a
mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes
desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación
agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se
acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por
equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que
se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero
tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces
pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que
nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a
menta. Mario cerró los ojos, llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde
debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de
Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que
volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los
Mañara sospecharon algo porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un
aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad
del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le
pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés,
una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y
después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se
sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la
paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el
desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la
manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía
de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió
una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del
recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta
que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para
morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a
Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque
terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre
en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir —con cuántas vacilaciones a
veces por la sutilidad de la materia— el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño
milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al
cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que
venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse
solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia
de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a
Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de
veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba
con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más
clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento
interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de
dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca;
Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos;
preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos
pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los
bombones para examinar el relleno. A Mario le divertía el sordo descontento de Delia junto
al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento
venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia
dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando
encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón, y las cucarachas que huían por las
baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo
en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente
salado (en lo más lejano del sabor) como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era
idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
—El pez de color está tan triste —dijo Delia mostrándole el bocal con piedritas y
falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado
movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el
ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.
—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y
los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de
Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor
seca —del velorio de Rolo— sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a
mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso, Delia
parecía querer habituarse a pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente,
irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como
para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me pareces, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día
no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas
y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los
Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una
botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.
Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe
todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara, y al abrazar
fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del
hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido
decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto. Y Mario se
quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a
papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente
cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que los hostigaban. El peor vino un
sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en
Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. «Sólo una honda desesperación pudo
arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares». Pensó raramente que los
familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez
en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era
regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una
honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de
sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba,
del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni
con los Mañara) vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se
sabía por qué) y después: «Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel». Del
sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altes
usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y
de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en
diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo
de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con
el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un
fino césped de papel vade claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces
miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al
buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando
desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de
cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la
cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la
nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que
ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan
sensible.
—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va
juntando...
—Vos no la conoces a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le
hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir
indefenso Mario.
—No es por eso, sabes —bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes
fue igual, yo la conozco bien.
—¿Antes de qué?
—Antes de que se le murieran, sonso. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un
gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a
seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como
al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora.
Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich, Mario esperó que tocara el
tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Mane y un poco de
Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara
llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de
un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el
gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara
le daban la razón sin opinar pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario
amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo
eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría, tal vez el aceite le
prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diarero en la esquina y los Mañara corrieron
juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces
de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta
de bordados futuristas. En torno al piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que
mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un
resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde
oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla,
la sintió contraerse poco a poco.
—Mamá va a volver a despedirse. Espera que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño
esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose
tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adorno un poco
cursis pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a
decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia
tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron,
como a disgusto pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del
zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina aunque
Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la
ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor.
Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia
guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que
probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de
los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara
los nuevos bombones. Claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los
Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como
suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una
claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano
(no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado
esperando el veredicto, anhelosa la respiración como si todo dependiera de eso, sin hablar
pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando
apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón
a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer
infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del
bombón pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante
en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en
la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y
alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trochos de patas y alas, el polvillo del
caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar,
jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto como la noche de Rolo,
entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror
que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por
retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se
callara, la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia de modo que había
que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con
las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la
respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba
seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí, contra la puerta, en la sombra del
comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el
sofá, convulsa y negra pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas
cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo se iba y se
las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara que habían estado ahí agazapados y
esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin
el llanto de Delia.

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