Pocas ideas han obsedido al hombre en forma más incisiva que la del
"doble”. Desde Platón —y mucho antes—, en uno de cuyos diálogos
Aristófanes desarrolla su teoría de los “dobleseres” —o “medioseres”—, cosa que
ya había formulado Homero en el siglo x antes de nuestra Era, hasta los
surrealistas y mucho después, aquella idea aparece en fuertes intuiciones
poéticas. Dejo a un lado el mito del “nahual", de leyendas guatemaltecas,
para referirme a obras individuales. Octavio Paz, en su libro Las Peras del
Olmo, que me envió desde México en 1957, pocos meses después de mi regreso
acá, hace diversas alusiones en el artículo “El Surrealismo”. Citando a Bretón,
escribe: “Desde Amim, toda la historia de la poesía moderna es la de las
libertades que los poetas se han tomado con la idea del Yo soy”. Y así es
—continúa Paz—: al margen de un retrato de Nerval aparece, de su puño y letra,
una frase que años más tarde, apenas modificada, servirá también de
identificación para Rimbaud. Nerval escribió: “Yo soy el otro", y
Rimbaud: “Yo es otro”. Y no se hable de coincidencias: se trata de una
afirmación que viene de muy lejos y que, desde Blake y los románticos alemanes,
todos los poetas han repetido incansablemente. La idea del doble —que ha
perseguido a Kafka y a Rilke— se abre paso en la conciencia de un poeta tan
aparentemente insensible al otro mundo como Guillaume Apollinaire:
Un día yo me esperaba a mí mismo
Yo me decía Guillermo es tiempo que vengas
Para
que yo sepa por fin aquel que soy...
Paz
cita después a Antonin Artaud —un surrealista que enloqueció— y termina la
referencia remitiéndose al budismo: "el yo es una ilusión; un agregado de
sensaciones, pensamientos y deseos”. De memoria, aunque con un grado de error
en el detalle, puedo afirmar que sólo una de las corrientes del budismo
concebía al Yo como un atado de experiencias, sin más; pero la otra corriente
lo consideraba como un substrato alrededor del cual y en el cual se agrupan las
experiencias. Las corrientes a que aludo son el budismo hinayánico y el budismo
mahayánico.
Un escritor, cuya obra postuma, Post Data, se publicó no hace
mucho, José Edwards, desarrolló espléndidamente el tema en cuatro relatos de
intensidad progresiva. El primero nos cuenta, en forma humorística, la
imitación, en el peinado, los modos y el atuendo, del empleado de una oficina
por parte de un compañero de labores; el segundo relato exhibe la complicidad y
dualidad irritante de un hombre con la imagen que mira y con la que discute,
reflejada en el espejo; el tercer relato es más imprevisible, pues lo que está
frente al sujeto es un libro en el que ve escrito su futuro hasta en sus más
mínimos detalles, de manera que lo que va a hacer inmediatamente, y lo que
acaba de hacer, ya figura coercitivamente, como el doble y el
amo de la conducta del protagonista. Aparece aquí la “imagen”, si así puede
llamarse, si no de su figura, de todos los actos “libres” del hombre. El cuento
se titula exactamente así: “El Acto Libre”. Tal acto —se comprenderá por el
tenor del relato según lo hemos expuesto— se le hace al personaje completamente
imposible. Finalmente, en el cuarto relato, "Dos en Uno”, se opera la
“identificación” de una pareja en forma física. Es —siempre humorísticamente expresado
por José Edwards— la repetición de lo que alegó, hablando del amor, Aristófanes:
“Había, antaño, tres clases de hombres: el varón doble, la mujer doble y el
hombre-mujer, o andrógino” (...) "Por cometer el pecado de haber querido
escalar el cielo, Zeus los cortó en dos. Desde entonces, cada mitad busca a su
otra mitad”. Todavía, en el lenguaje popular, se dice: “La media naranja",
“mi cara-mitad”, y tanto Freud como Jung creen que cada individuo, ya sea varón
o mujer, es bisexual. Pero no es éste exactamente el ángulo de nuestro
artículo.
En el cuento “Dos
en Uno”, el amor, al producir la identidad absoluta, extingue al individuo como
unidad autónoma y, por tanto, a su singularidad personal. El cuento se da como
resuelto pacíficamente, caso que no ocurre en los tres anteriores. Conocemos
ciertas formas de odio entre individuos de físico semejante; tal como la de
algunos que aborrecen su imagen en el espejo. Una niñita, por ejemplo, sin
ninguna explicación razonable para sus padres, abofeteaba el espejo gritando:
“Yo soy yo”. En una pieza teatral de Julien Green,
todo
el argumento central gira sobre el odio entre dos personajes muy parecidos,
hasta terminar en un duelo a espada, muriendo ambos. Aristófanes, en estos
casos, no habría visto confirmada su teoría —ya entonces de creencia colectiva—
expuesta en el diálogo de Platón El Banquete o
del Amor.
Marcel
Jouhandeau
(en Monsieur Godeau
Intime) hace decir a su protagonista, cuando le habla a una
mujer: "Es preciso que yo te ame hasta morir o hasta matarte". Y en
líneas próximas, “El amor es una cuestión de identidad”.
Un poeta chileno,
fallecido en 1946, y antologado muy raras veces (ya olvidado o subestimado por
casi todos nuestros poetas y antologadores), Ornar Cáceres, estampó, en su
único libro, Defensa del Idolo, (prologado por
Huido- bro en 1935), su soberbio poema “Segunda forma”, superior sobradamente a
todo lo citado por Octavio Paz. Como el tema exige mucho espacio, me limito a
sintetizar centrándome en la formulación, que comprende, por lo demás, la
esencia completa del poema:
Delante de tu espejo no podrías suicidarte Eres igual a mí
porque me amas
Y
en hábil mortaja de rabia te
incorporas A la exactitud creciente de mi espíritu.
El odio por sí
mismo —más vale decir, por la imagen reflejada— aquí es claro; y lo admirable
del poema de Cáceres es cómo aquel sentimiento conlleva el del amor. Ya no es
que se ame lo semejante, sino que esa segunda persona, esa "segunda
forma”, es igual a la que la suscita por el hecho de amarla. El amor hace
iguales: “Eres igual a mí porque me amas". El odio, sin embargo, hace su aparición:
“Y en hábil mortaja de rabia te incorporas”... La mortaja es elocuente. El Yo
primero se defiende de fundirse en su imagen reflejada. Fundirse es morir. El
Yo no acepta su repetición; por naturaleza es irrepetible; ningún otro puede
existir en lugar de uno. Sin embargo, la autoconciencia —propia del hombre—
crea otro Yo, igual a uno, aunque sea en pensamiento. Teihard de Chardin
escribió: “El animal sabe. El hombre sabe que sabe”. La autoconciencia es el
hecho de que la conciencia se hace a sí misma objeto de conciencia: se sabe. En
teología, la autoconciencia divina (si así podemos llamarla) es complicadamente
explicada, en el caso de Dios, como una Trinidad. Y si de la propia imagen que
el Padre tiene de Sí se engendra (desde el principio) otra Persona, y ésta es
el Hijo, también del Amor que el Padre tiene al Hijo procede el Espíritu Santo.
Mi explicación no pretende el rigor que exige un tan alto asunto, y que es tema
de teólogos, pero, aunque expresada en términos corrientes, se ajusta a lo que
he leído. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo
era Dios”.
La identificación, que puede ser advertida por
cualquier hombre reflexivo en parejas modelos, va haciendo, en modos y
pensares, a hombre y mujer que se aman, casi exactamente un “mismo cuerpo y una
misma alma". A lo largo de toda una existencia de plenitud —en una pareja
sacramentalmente unida— es real que Él y Ella son como una sola
misma persona. Nuestro amigo el escritor Miguel Serrano escribió, en un libro
que se comentó poco en Chile, un relato titulado Elella.
No
es éste el pensamiento de un D.H. Lawrence, quien, para ejemplificar su hondo
sentido del eros, escribió lo más excelente de su obra. El amante de
lady Chatterley es su obra más popular, pero de ninguna manera la
mejor. Prefiero Canguro y sus novelas cortas; y particularmente sus
poemas, entre los que Manifestó despliega,
magistralmente, su experiencia del Amor. Rechaza, con implacable
individualismo, la fusión con el Yo de la mujer, aunque ésta, en su poema y en
su obra —y en la vida real, de la que el escritor inglés supo intuir como nadie
todo lo concerniente al amor— se inclina, invariablemente, a desear la fusión
completa. Supongo —escribe— que en definitiva ella me sobrepasa enteramente.
Ella es totalmente no-yo en definitiva (...)
Me toca como si yo fuera ella, ella misma.
Todavía no se da cuenta de esa cosa terrible: que yo soy el
otro;
Ella cree que somos un solo trozo.
¡Dolorosa falsedad!.
Hace
más de veinte años, traté de dibujar los rasgos del ser chileno apoyándome en
las expresiones de nuestra poesía. El intento cristalizó en un ensayo, que di
como conferencia en el IFAL de México (Instituto Francés de América Latina)
el 16 de agosto de 1955, y que fue reproducida en “Cuadernos Americanos”. La
titulé “La Pesantez y la Gracia en la Poesía Chilena”. Consideré necesario
explicar el objeto de mi disertación, para no provocar malentendidos: "No
estoy hablando de poesía. Estoy hablando de Chile; de los rasgos centrales de
su carácter, que se expresan en la obra poética chilena”.
Mi esquema se
sirvió —en forma arbitraria— de un título de Simone Weil, La Pesanteur
et la Grace, pero aclaré que no usaba sus palabras en el sentido de
la autora. También, para el efecto de la terminología, recurrí a un notable
escritor de habla francesa, Ernest Helio, hagiógrafo del siglo pasado, que, al
hacer un paralelo entre las dos columnas de la Iglesia, Pedro y Pablo, observa
que para designar al hombre la lengua latina dispone de dos vocablos: vir y homo. Etimológicamente, vir entronca con vis, fuerza, y de
estas raíces provienen los vocablos virilidad y vigor. Homo se emparienta con humus, tierra. Y aquí
apunta una nota profunda: no es que la tierra sea debilidad en sí, sino que,
justamente por su fuerza, amenaza con abrumar al hombre. Pablo es vir. Pedro, en cambio,
es homo. Temblorosamente apegado a la vida y a su
instinto de conservación, negó tres veces al Hijo de Dios. Para completar mi
registro de términos, traje a colación “el peso de la noche”, de que habló
Portales cien años antes de que el pensador alemán Hermann de Keyserling se
refiriera a la “gana”, oscuro sentimiento interior, “esencialmente negativo”.
Lagaña impide, inhibe, prohíbe. "El hombre de este continente vive, no
como sujeto que hace la existencia, sino como objeto que la padece”,
afirmó Keyserling. Portales chocó y luchó —decimos nosotros, y no Keyserling,
que se sirvió más de la observación y de la reflexión personal que de la
historia—... Decíamos que Portales, en su esfuerzo por encauzar y dar forma a
una vitalidad desbordante, pero informe, sintió y luchó ante esa misteriosa
resistencia elemental que se opone pesadamente a crear valores y darles un
orden. La melancolía, la tristeza, la rutina, el afán de seguridad, la
pasividad, la “tramitación”, el fatalismo, son notas típicas de la pesantez. Su más
extraordinaria expresión en la poesía es Neruda, el de Residencia en la Tierra, “el libro de la
época más sombría de mi vida”, como confesó el poeta. A partir de España en el
Corazón y Alturas de
Machu Picchu, comienza a escribir
una poesía en la que la caudalosa sentimenta- lidad se enmarca en un cuadro
conceptual e ideológico determinado, en parte perdiendo su misterio y en parte
ganando en diversidad y anchura en su registro lírico. El verso de “Machu
Picchu”, que exhorta a emerger: “¡Sube a nacer conmigo, hermano!", marca
un hito y un cambio radical en su poesía. Sin embargo, “para muchos de mis
amigos —declaró Neruda— es Residencia en la Tierra mi mejor libro”.
A la pesantez se opone la gracia. La invención, lo
libre, lo que desestima toda predeterminación, biológica o telúrica, toda
lógica y toda ley. Es Huidobro el paradigma incomparable.
Su “creacionismo”
es la forma explícita de su poesía, en la que no titubea en hacer y deshacer
ideas, estilos y palabras. Mientras Neruda reside en la tierra, Huidobro vuela.
Es el aire. Pájaros, cometas, aeroplanos y aerolitos rivalizan con las
estrellas. Es una aventura celeste. Altazor es un “azor
fulminado por la altura”. En el mundo de la pesantez, es “un escándalo”.
Todavía hay muchos que no le perdonan aquello de que “el poeta es un pequeño
dios".
Y, finalmente, la fuerza. Su mejor ejemplo,
Gabriela Mistral. Ella es vir. Toma y asume todo lo que es pesado y
tormentosamente terreno y, como Cristo con la cruz a cuestas, emprende la
ascensión.
Casi todos nuestros poetas pueden calificarse
en una de estas tres líneas directrices. Son, al fin y al cabo, tres grandes
rasgos de nuestro ser chileno.
Buenisimo el artículo. Felicitaciones.
ResponderBorrarjj
Gatopistola.
ResponderBorrarBuenisimo el articulo. Felicitaciones.
jj