viernes, octubre 04, 2013

LA OBSESION DEL DOBLE por EDUARDO ANGUITA


Pocas ideas han obsedido al hombre en forma más incisiva que la del "doble”. Desde Platón —y mucho antes—, en uno de cuyos diálogos Aristófanes desarrolla su teoría de los “dobleseres” —o “medioseres”—, cosa que ya había formulado Homero en el siglo x antes de nuestra Era, hasta los surrealistas y mucho después, aquella idea aparece en fuertes intuiciones poéticas. Dejo a un lado el mito del “nahual", de leyendas guatemaltecas, para referirme a obras individuales. Octavio Paz, en su libro Las Peras del Olmo, que me envió desde México en 1957, pocos meses después de mi regreso acá, hace diversas alusiones en el artículo “El Surrealismo”. Citando a Bretón, escribe: “Desde Amim, toda la historia de la poesía moderna es la de las libertades que los poetas se han tomado con la idea del Yo soy”. Y así es —continúa Paz—: al margen de un retrato de Nerval aparece, de su puño y letra, una frase que años más tarde, apenas modificada, servirá también de identificación para Rimbaud. Nerval escribió: “Yo soy el otro", y Rimbaud: “Yo es otro”. Y no se hable de coincidencias: se trata de una afirmación que viene de muy lejos y que, desde Blake y los románticos alemanes, todos los poetas han repetido incansa­blemente. La idea del doble —que ha perseguido a Kafka y a Rilke— se abre paso en la conciencia de un poeta tan aparentemente insensible al otro mundo como Guillaume Apollinaire:
Un día yo me esperaba a mí mismo
Yo me decía Guillermo es tiempo que vengas
Para que yo sepa por fin aquel que soy...
Paz cita después a Antonin Artaud —un surrealista que enloqueció— y termina la referencia remitiéndose al budismo: "el yo es una ilusión; un agregado de sensaciones, pensamientos y deseos”. De memoria, aunque con un grado de error en el detalle, puedo afirmar que sólo una de las corrientes del budismo concebía al Yo como un atado de experiencias, sin más; pero la otra corriente lo consideraba como un substrato alrededor del cual y en el cual se agrupan las experiencias. Las corrientes a que aludo son el budismo hinayánico y el budismo mahayánico.
Un escritor, cuya obra postuma, Post Data, se publicó no hace mucho, José Edwards, desarrolló espléndidamente el tema en cuatro relatos de intensidad progresiva. El primero nos cuenta, en forma humorística, la imitación, en el peinado, los modos y el atuendo, del empleado de una oficina por parte de un compañero de labores; el segundo relato exhibe la complicidad y dualidad irritante de un hombre con la imagen que mira y con la que discute, reflejada en el espejo; el tercer relato es más imprevisible, pues lo que está frente al sujeto es un libro en el que ve escrito su futuro hasta en sus más mínimos detalles, de manera que lo que va a hacer inmediatamente, y lo que acaba de hacer, ya figura coercitivamente, como el doble y el amo de la conducta del protagonista. Aparece aquí la “imagen”, si así puede llamarse, si no de su figura, de todos los actos “libres” del hombre. El cuento se titula exactamente así: “El Acto Libre”. Tal acto —se comprenderá por el tenor del relato según lo hemos expuesto— se le hace al personaje completamente imposible. Final­mente, en el cuarto relato, "Dos en Uno”, se opera la “identificación” de una pareja en forma física. Es —siempre humorísticamente expresado por José Edwards— la repetición de lo que alegó, hablando del amor, Aristófanes: “Había, antaño, tres clases de hombres: el varón doble, la mujer doble y el hombre-mujer, o andrógino” (...) "Por cometer el pecado de haber querido escalar el cielo, Zeus los cortó en dos. Desde entonces, cada mitad busca a su otra mitad”. Todavía, en el lenguaje popular, se dice: “La media naranja", “mi cara-mitad”, y tanto Freud como Jung creen que cada individuo, ya sea varón o mujer, es bisexual. Pero no es éste exactamente el ángulo de nuestro artículo.
En el cuento “Dos en Uno”, el amor, al producir la identidad absoluta, extingue al individuo como unidad autónoma y, por tanto, a su singularidad personal. El cuento se da como resuelto pacíficamente, caso que no ocurre en los tres anteriores. Conocemos ciertas formas de odio entre individuos de físico semejante; tal como la de algunos que aborrecen su imagen en el espejo. Una niñita, por ejemplo, sin ninguna explicación razonable para sus padres, abofeteaba el espejo gritando: “Yo soy yo”. En una pieza teatral de Julien Green, todo el argumento central gira sobre el odio entre dos personajes muy parecidos, hasta terminar en un duelo a espada, muriendo ambos. Aristófanes, en estos casos, no habría visto confirmada su teoría —ya entonces de creencia colectiva— expuesta en el diálogo de Platón El Banquete o del Amor.
Marcel Jouhandeau (en Monsieur Godeau Intime) hace decir a su protagonista, cuando le habla a una mujer: "Es preciso que yo te ame hasta morir o hasta matarte". Y en líneas próximas, “El amor es una cuestión de identidad”.
Un poeta chileno, fallecido en 1946, y antologado muy raras veces (ya olvidado o subestimado por casi todos nuestros poetas y antologadores), Ornar Cáceres, estampó, en su único libro, Defensa del Idolo, (prologado por Huido- bro en 1935), su soberbio poema “Segunda forma”, superior sobradamente a todo lo citado por Octavio Paz. Como el tema exige mucho espacio, me limito a sintetizar centrándome en la formulación, que comprende, por lo demás, la esencia completa del poema:
Delante de tu espejo no podrías suicidarte Eres igual a mí porque me amas
Y       en hábil mortaja de rabia te incorporas A la exactitud creciente de mi espíritu.
El odio por sí mismo —más vale decir, por la imagen reflejada— aquí es claro; y lo admirable del poema de Cáceres es cómo aquel sentimiento conlleva el del amor. Ya no es que se ame lo semejante, sino que esa segunda persona, esa "segunda forma”, es igual a la que la suscita por el hecho de amarla. El amor hace iguales: “Eres igual a mí porque me amas". El odio, sin embargo, hace su aparición: “Y en hábil mortaja de rabia te incorporas”... La mortaja es elocuente. El Yo primero se defiende de fundirse en su imagen reflejada. Fundirse es morir. El Yo no acepta su repetición; por naturaleza es irrepetible; ningún otro puede existir en lugar de uno. Sin embargo, la autoconciencia —propia del hombre— crea otro Yo, igual a uno, aunque sea en pensamiento. Teihard de Chardin escribió: “El animal sabe. El hombre sabe que sabe”. La autoconciencia es el hecho de que la conciencia se hace a sí misma objeto de conciencia: se sabe. En teología, la autoconciencia divina (si así podemos llamarla) es complicadamente explicada, en el caso de Dios, como una Trini­dad. Y si de la propia imagen que el Padre tiene de Sí se engendra (desde el principio) otra Persona, y ésta es el Hijo, también del Amor que el Padre tiene al Hijo procede el Espíritu Santo. Mi explicación no pretende el rigor que exige un tan alto asunto, y que es tema de teólogos, pero, aunque expresada en términos corrientes, se ajusta a lo que he leído. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”.
La identificación, que puede ser advertida por cualquier hombre reflexivo en parejas modelos, va haciendo, en modos y pensares, a hombre y mujer que se aman, casi exactamente un “mismo cuerpo y una misma alma". A lo largo de toda una existencia de plenitud —en una pareja sacramentalmente unida— es real que Él y Ella son como una sola misma persona. Nuestro amigo el escritor Miguel Serrano escribió, en un libro que se comentó poco en Chile, un relato titulado Elella.
No es éste el pensamiento de un D.H. Lawrence, quien, para ejemplificar su hondo sentido del eros, escribió lo más excelente de su obra. El amante de lady Chatterley es su obra más popular, pero de ninguna manera la mejor. Prefiero Canguro y sus novelas cortas; y particularmente sus poemas, entre los que Manifestó despliega, magistralmente, su experiencia del Amor. Rechaza, con implacable individualismo, la fusión con el Yo de la mujer, aunque ésta, en su poema y en su obra —y en la vida real, de la que el escritor inglés supo intuir como nadie todo lo concerniente al amor— se inclina, invariablemente, a desear la fusión completa. Supongo —escribe— que en definitiva ella me sobrepasa enteramente.
Ella es totalmente no-yo en definitiva (...)
Me toca como si yo fuera ella, ella misma.
Todavía no se da cuenta de esa cosa terrible: que yo soy el otro;
Ella cree que somos un solo trozo.
¡Dolorosa falsedad!.


Hace más de veinte años, traté de dibujar los rasgos del ser chileno apoyán­dome en las expresiones de nuestra poesía. El intento cristalizó en un ensayo, que di como conferencia en el IFAL de México (Instituto Francés de América Latina) el 16 de agosto de 1955, y que fue reproducida en “Cuadernos Americanos”. La titulé “La Pesantez y la Gracia en la Poesía Chilena”. Consideré necesario explicar el objeto de mi disertación, para no provocar malentendidos: "No estoy hablando de poesía. Estoy hablando de Chile; de los rasgos centrales de su carácter, que se expresan en la obra poética chilena”.
Mi esquema se sirvió —en forma arbitraria— de un título de Simone Weil, La Pesanteur et la Grace, pero aclaré que no usaba sus palabras en el sentido de la autora. También, para el efecto de la terminología, recurrí a un notable escritor de habla francesa, Ernest Helio, hagiógrafo del siglo pasado, que, al hacer un paralelo entre las dos columnas de la Iglesia, Pedro y Pablo, observa que para designar al hombre la lengua latina dispone de dos vocablos: vir y homo. Etimológicamente, vir entronca con vis, fuerza, y de estas raíces provie­nen los vocablos virilidad y vigor. Homo se emparienta con humus, tierra. Y aquí apunta una nota profunda: no es que la tierra sea debilidad en sí, sino que, justamente por su fuerza, amenaza con abrumar al hombre. Pablo es vir. Pedro, en cambio, es homo. Temblorosamente apegado a la vida y a su instinto de conservación, negó tres veces al Hijo de Dios. Para completar mi registro de términos, traje a colación “el peso de la noche”, de que habló Portales cien años antes de que el pensador alemán Hermann de Keyserling se refiriera a la “gana”, oscuro sentimiento interior, “esencialmente negativo”. Lagaña impi­de, inhibe, prohíbe. "El hombre de este continente vive, no como sujeto que hace la existencia, sino como objeto que la padece”, afirmó Keyserling. Portales chocó y luchó —decimos nosotros, y no Keyserling, que se sirvió más de la observación y de la reflexión personal que de la historia—... Decíamos que Portales, en su esfuerzo por encauzar y dar forma a una vitalidad desbordante, pero informe, sintió y luchó ante esa misteriosa resistencia elemental que se opone pesadamente a crear valores y darles un orden. La melancolía, la tristeza, la rutina, el afán de seguridad, la pasividad, la “tramitación”, el fatalismo, son notas típicas de la pesantez. Su más extraordinaria expresión en la poesía es Neruda, el de Residencia en la Tierra, “el libro de la época más sombría de mi vida”, como confesó el poeta. A partir de España en el Corazón y Alturas de


Machu Picchu, comienza a escribir una poesía en la que la caudalosa sentimenta- lidad se enmarca en un cuadro conceptual e ideológico determinado, en parte perdiendo su misterio y en parte ganando en diversidad y anchura en su registro lírico. El verso de “Machu Picchu”, que exhorta a emerger: “¡Sube a nacer conmigo, hermano!", marca un hito y un cambio radical en su poesía. Sin embargo, “para muchos de mis amigos —declaró Neruda— es Residencia en la Tierra mi mejor libro”.
A la pesantez se opone la gracia. La invención, lo libre, lo que desestima toda predeterminación, biológica o telúrica, toda lógica y toda ley. Es Huidobro el paradigma incomparable.
Su “creacionismo” es la forma explícita de su poesía, en la que no titubea en hacer y deshacer ideas, estilos y palabras. Mientras Neruda reside en la tierra, Huidobro vuela. Es el aire. Pájaros, cometas, aeroplanos y aerolitos rivalizan con las estrellas. Es una aventura celeste. Altazor es un “azor fulminado por la altura”. En el mundo de la pesantez, es “un escándalo”. Todavía hay muchos que no le perdonan aquello de que “el poeta es un pequeño dios".
Y, finalmente, la fuerza. Su mejor ejemplo, Gabriela Mistral. Ella es vir. Toma y asume todo lo que es pesado y tormentosamente terreno y, como Cristo con la cruz a cuestas, emprende la ascensión.

Casi todos nuestros poetas pueden calificarse en una de estas tres líneas directrices. Son, al fin y al cabo, tres grandes rasgos de nuestro ser chileno.

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