…algún
maestro desventurado a quien la inexorable fatalidad ha perseguido encarnizada,
cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo
estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este
melancólico estribillo: "¡Nunca! ¡Nunca más!"
(Edgar
A. Poe: El cuervo.)
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un
desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado!
Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su
título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente
verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas,
hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres
misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la
expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para
ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes,
gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las
lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y
qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia
diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación
naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los
circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir
hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla
de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se
agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas;
perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas
contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la
cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad
superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con
siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias
con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para
demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad
democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una
monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle
perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado
un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos
ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido,
después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del
genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Allan Poe! ¡Su muerte,
horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los
documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo
fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un
ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie
alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de
borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa
atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades
democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad
alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la
vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva
tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad
feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente
—bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su
genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo
americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making
author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de
Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más
fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del
poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a
pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima
del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia
más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han
insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado
ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para
aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una
infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un
final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar
sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo— vampiro ha
difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que
precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en
América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios?
En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia
y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad
con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los
mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta
puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que
deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de
su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus
hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta
desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva
York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde
Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una
historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable
el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un
país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con
propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y
despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América,
por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los
antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar
A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país
gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso
de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la
Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está
convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por
tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La
actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía
nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe,
que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de
su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo
sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y
desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y
costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos;
que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de
papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana
cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente
solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same,
y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese
grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una
columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado,
qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del
sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la
cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por
cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de
la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros
enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías
giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta
visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias,
una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una
finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor
insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os
extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que
haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
II
La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su
abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de
la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Éste, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a
la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había
hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés
MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David
Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz
inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella.
Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con
su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los
esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en
la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de
acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de
Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco,
para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento
—¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue,
en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad,
mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la
Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le
adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así
criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas
que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron
en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a
su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro
de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William
Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y
también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo
la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de
Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una
inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de
pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de
su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en
Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y
matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y
obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para
creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia,
y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles
juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas
deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre
adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha
dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió
el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar
contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué
hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le
encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en
qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry
Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora;
existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A.
Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido
anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido
nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la
escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras
partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero
indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo
ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves
consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber
sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con
una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una
historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente
explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya
separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su
segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un
pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe
sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en
la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir,
creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que
empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de
sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido
creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes
de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden
respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria,
cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de
fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una
letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el
jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que
Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El
presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director
del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado
hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como
hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que
fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era
un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe
se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo
destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern
Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico
maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa
notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura
sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán
ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un
maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un
nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad
razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos
se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había
adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la
realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos
al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; «¡Se creía,
pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un
carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio
Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con
Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin
duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta,
accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas
nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía
en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al
desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las
principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró
en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos
críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos
bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título
notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la
figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es
extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en
los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en
Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la
señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens.
Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que
se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos
tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él
siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que
conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos
literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que
vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores,
con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido
lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A
fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo
que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures,
una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de
todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de
haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya
en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que había
promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en
su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira
por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de
sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las
principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien
había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no
habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para
examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto,
como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su
condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza.
Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo
desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero
poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su
principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de
orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de
establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que
su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York,
y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como
siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche,
hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a
Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí,
por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A
la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un
cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que
la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre
se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un
hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la
edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese
terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así
desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre
que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué
enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía
largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud
dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones
fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral
burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold
difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente.
¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose
en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una
vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos,
procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los
espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del
hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un
torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los
periodistas virtuosos!
Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente
e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no
ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya
sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no
dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la
muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más
reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una
honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue
discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción
parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar,
¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a
quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo
bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida
enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX
repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes,
que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría
de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de
vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con
todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias,
después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias
en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de
palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se
forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y
en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus
persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka
suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de
desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho,
habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había
mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al
señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio
cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna
de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido
escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón
traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su
hijo y su hija. «¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi
textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe
era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad
y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para
poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con
frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la
vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce,
seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El
biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio
perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino
también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus
maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante varios años
—añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida,
de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo,
diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón,
invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado
momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores
nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera
ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la
voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente
de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le
cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. «En verdad
—termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la
mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y
consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación
como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los
detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay
seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada
mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede
usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su
pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme;
tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie
usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted
bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un
golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella,
y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan
que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y
hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a
nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo
cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras
del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria
el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará
sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
III
LA VIDA DE POE, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo
lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo
tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus
obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él
se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado
una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de
estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de
delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de
fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida
ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes
quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una
poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor.
Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son
aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de
asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales
existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su
elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita,
estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus
movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser
elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en
realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen
la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio
Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y
enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en
alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su
fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy
modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los
otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a
la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en
todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un
palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso,
proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas
de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue
una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y
sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también
un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las
faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le
describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que
con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que
haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés.
Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de
generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había
dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer
mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró
tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté
un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y
orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento
y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y
de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad
vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme
impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos
amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él
me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba
suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético,
donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto.
Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un
niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos
los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una
palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se
pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora,
la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su
admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin
cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de
costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me
era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de
artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York.
"Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños
rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia
a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de
tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su
especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y
discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los
desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable.
Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por
una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es
el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable
ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le
hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una
correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de
su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un
ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre
su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de
ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños
episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que
era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia,
Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la
idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía
que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible
sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él.
La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por
una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de
una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim
afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al
aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la
creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances
Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a
su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra
un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales.
Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno
de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador.
En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle
que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal,
haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor
volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un
terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios
biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo
a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica,
palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que
consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora,
en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están
encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde
predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido
estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos
privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal
vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un
déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía
unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y
tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y
triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de
ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada
por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo
sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—,
y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una
amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas
en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia,
esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo
método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por
la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición
evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir
sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer
pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales
cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han
conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta,
complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a
sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba,
brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una
cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el
lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y
originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios
en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la
delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad
basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que
podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe,
son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones
plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer
observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de
vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por
cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan
profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema
social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino
inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de
miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede
pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese
poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por
un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de
olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores
hogareños, insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba
preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante
explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de
su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro,
con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si
realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm
that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver
a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel
enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de
bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan corrido las amonestaciones;
pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una borrachera atroz a
escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su
vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía
siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee.
Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de
premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary
Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la
pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su
ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la
confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de
sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó
lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que
aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las
bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen
ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la
embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces
y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son,
que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido
de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también
seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo
lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños
periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo
encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para
reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin
repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en
todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método
de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza
apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se
ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de
nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que
había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le
atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino
más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro
goce es lo que le mató.
IV
DE LAS OBRAS de ese singular genio poco tengo que decir; el
público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no
imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la
parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado.
Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme
largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una
dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force
realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi
perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear
mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que
Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su
estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más
importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama,
por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su
amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la
belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y
correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular
—apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más
ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—,
y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único
que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente,
terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un
ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios,
e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un
torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno
en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se
desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible
desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación
imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector,
apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas
deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones
de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la
convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los
tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja
los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de
lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio
a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo
instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la
histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los
nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el
dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y
describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda
esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar
mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo
grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la
sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que
en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia
energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una
profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre
puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos,
violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu
mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el
espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas
y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares.
Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos
y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes.
Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en
ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha
elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace
agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la
fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que
llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos,
se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por
el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar
todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías
magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y
se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y
arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre
de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya
voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya
mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a
medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y
luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música,
son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por
su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En
cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos,
esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de
sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad
vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte
ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de
los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico,
haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en
general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de
éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la
más importante verdad filosófica.
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