domingo, septiembre 01, 2013
MALAVENTURA por EDGAR ALLAN POE
¿Qué es, buena señora, lo que os ha afligido así?
Comus.
Era una tarde tranquila y apacible cuando paseaba por la agradable ciudad de
Edina. La confusión y el bullicio de las calles era terrible. Los hombres hablaban. Las
mujeres chillaban. Los niños tosían. Los cerdos silbaban. Los carros crujían. Los toros
bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros
bailaban. ¡Bailaban! ¿Será posible? ¡Bailaban! ¡Ay!, pensé, ¡mis días de baile ya pasaron! Así
es siempre. ¡Qué cantidad de pálidos recuerdos se despertarán siempre en la mente del
genio y la imaginación contemplativa!, especialmente de un genio condenado a lo
imperecedero, lo eterno, lo continuo y, como se podría decir, la continua, sí, la continua y
continuadam, amarga, acosadora, turbadora y, si se me permite la expresión, la muy
turbadora influencia de lo sereno, lo divino, lo celestial, lo exaltante y elevado y purificante
efecto de lo que puede ser llamado lo más envidiable, lo más verdaderamente envidiable,
¡no!, lo más benignamente bello, lo más deliciosamente etéreo y, como si lo fuera, la más
linda (si se me permite tan enfática expresión) cosa (perdóneme, amable lector) del mundo,
siempre me dejo llevar por mis sentimientos. Con tal estado de ánimo, repito, ¡qué cantidad
de recuerdos se amontonan por una nadería! ¡Los perros bailaban! Yo, yo no podía. Ellos
retozaban, yo lloraba. Ellos brincaban, yo gemía. !Conmovedoras circunstancias! que no
pueden dejar de traer a la memoria del clásico lector ese exquisito pasaje sobre la
perfección de las cosas, que se encuentra al comienzo del tercer volumen de esa admirable
y venerable novela china, el Yo-Voy-Lenta.
En mi solitaria caminata por la ciudad tuve dos humildes pero fieles compañeros.
Diana, mi perra lanuda, ¡la más dulce de las criaturas! Tenía gran cantidad de pelo sobre su
único ojo y una cinta azul elegantemente atada en su cuello. Diana no tenía más de cinco
pulgadas de alto pero su cabeza era algo más grande que su cuerpo, y su cola, cortada muy
al ras, le daba un aire de inocencia lastimada que al interesante animal le hacía ganar la
simpatía de todos.
Y Pompeyo, ¡mi negro!, ¿dulce Pompeyo!, ¿cómo podría olvidarte? Yo me había
tomado del brazo de Pompeyo. El tenía tres pies de alto (quiero ser precisa) y como setenta
años, o quizás ochenta. Tenía las piernas combadas y era corpulento. Su boca no podría
decirse pequeña, ni sus orejas cortas. Sus dientes, sin embargo, eran como perlas y el
blanco de sus grandes ojos era delicioso. La naturaleza lo había privado de cuello y había
puesto sus tobillos (como es usual en esa raza) en el medio de la parte superior de sus pies.
Estaba vestido con impactante simplicidad. Sus únicas vestimentas eran una faja de nueve
pulgadas de alto y un gabán casi nuevo que había pertenecido al alto, esbelto e ilustre
doctor Moneypenny. Era un buen gabán. Estaba bien cortado. Bien hecho. El gabán era casi
nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no se ensuciara.
Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas ya han sido objeto de nota.
Había una tercera y esa persona era yo misma. Yo soy la Signora Psyche Zenobia. No soy
Suky Snobbs. Mi apariencia es imponente. En la memorable ocasión de la que hablo estaba
vestida con un atuendo de satén carmesí y un mantelet árabe azul-cielo. El vestido estaba
guarnecido de agraffas verdes y siete gráciles velos de aurícula naranjas. Así era la
tercera del grupo. Estaba la perra de lana. Estaba Pompeyo. Estaba yo misma. Éramos tres.
Del mismo modo que originalmente las Furias no eran sino tres: Meltia, Nimia y Hetia, la
Meditación, la Memoria y el Violín.
Apoyándome en el brazo del galante Pompeyo y seguida por Diana a respetable
distancia, seguí bajando por una de las populosas y agradables calles de la ahora desierta
Edina. De pronto, apareció ante mis ojos una gran iglesia, una catedral gótica, venerable y
con un alto campanario erguido hacia el cielo. ¿Qué locura me poseía ahora? ¿Por qué me
apresuraba hacia mi destino? Estaba poseída por el incontrolable deseo de subir el
empinado pináculo y desde ahí vislumbrar la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la
catedral se mantenía invitadoramente abierta. Mi destino prevaleció. Entré por la ominosa
arcada. ¿Dónde estaba entonces mi ángel guardián?, si es que tales ángeles existían. ¡Sí!
¡Perturbador monosílabo!, ¡qué mundo de misterio y significado y duda e incertidumbre
envolvían esas solas dos letras! ¡Entré por la ominosa arcada! Entré y, sin dañar mis
aurículas color naranja, pasé debajo del portal y emergí en el vestíbulo. Así como pasaba el
inmenso río Alfred, ileso y sin mojarse, debajo del mar.
Pensé que la escalera no iba a terminar nunca. ¡Girando! Sí, girando y arriba,
girando y arriba, girando y arriba hasta que no pude evitar sospechar, junto al sagaz
Pompeyo en cuyo brazo descansaba con la confianza de un afecto temprano, no pude evitar
sospechar que el extremo superior de la continua escalera de caracol había sido
accidentalmente, o quizá premeditadamente, quitado. Hice una pausa para recobrar el
aliento y, entre tanto, ocurrió un accidente de una naturaleza tal, tanto desde un punto de
vista moral como metafísico, que no puedo dejar pasar. Me pareció, tenía por cierto
bastante confianza en el hecho, no podía estar equivocada, ¡no!, había, por momentos,
observado cuidadosa y ansiosamente los movimientos de mi Diana, dije que no podía estar
equivocada, ¡Diana olió una rata! De inmediato llamé la atención de Pompeyo sobre el tema y
él... él estuvo de acuerdo conmigo. No podía haber entonces duda razonable por más tiempo.
La rata había sido olida, y por Diana. ¡Cielos! ¿Llegaré a olvidar la intensa excitación del
momento? ¡La rata!, estaba ahí, es decir, estaba en algún lugar. Diana olió a la rata. Yo, yo
no pude. Del mismo modo que el Isis Prusiano tiene, para algunas personas, un perfume
dulce y poderoso, mientras que para otras es perfectamente inodoro.
La escalera había sido conquistada y ahora sólo quedaban tres o cuatro escalones
interponiéndose entre nosotros y la cima. Ascendimos un poco más y ahora sólo quedaba un
escalón. ¡Un escalón! ¡Un pequeño, pequeño escalón! De tan pequeño escalón en la gran
escalera de la vida humana, ¡qué vasta cantidad de humana felicidad depende! Pensé en mí,
luego en Pompeyo y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodea. ¡Pensé en
Pompeyo!, ¡pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos equivocados que había dado y que
aún daría. Resolví ser más precavida, más reservada. Abandoné el brazo de Pompeyo y, sin
su asistencia, monté el escalón que faltaba y llegué a la cámara del campanario. Fui seguida
inmediatamente por mi perra, Pompeyo quedó solo más atrás. Permanecí de pie en el
extremo de la escalera y lo alenté a subir. Alargó su mano hacia mí y, desafortunadamente,
al hacerlo se vio obligado a abandonar el gabán que sostenía con firmeza. ¿Nunca cesarán
los dioses su persecución? El gabán se cayó y, con uno de sus pies, Pompeyo se enreda con el
largo faldón del abrigo. Tropieza y cae, esta consecuencia era inevitable. Cayó hacia
adelante y, con su maldita cabeza, me dio de lleno en... en el pecho, precipitándome hacia
adelante, junto a él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza
fue segura, inmediata y completa. Asiéndolo furiosamente de la lanuda cabellera con ambas
manos, le arranqué una vasta cantidad de material negro, matoso y rizado y lo arrojé lejos
de mí con todo un gesto de desdén. Cayó entre las sogas del campanario y ahí se quedó.
Pompeyo se levantó y no dijo palabra. Pero me miró lastimeramente con sus grandes ojos y...
suspiró. ¿Dioses, qué suspiro! Me penetró el corazón. Y el cabello... ¡la lana! Si pudiera haber
alcanzado la lana la habría bañado con mis lágrimas en señal de arrepentimiento. Pero he ahí
que ahora estaba fuera de mi alcance. Hamacándose entre el cordaje de la campana,
imaginaba que estaba aún vivo. Imaginaba que se erguía con indignación. Como la felizdandy
Flos Aeris de Java que da una bella flor que seguirá viva aun cuando se la arranca de raíz.
Los nativos la suspenden del techo con un cordel y disfrutan de su fragancia durante años.
Nuestra disputa había acabado y buscamos una abertura que nos permitiese
visualizar la ciudad de Edina. Ventanas no había. La única luz que se filtraba en la sombría
cámara procedía de una abertura cuadrada, de cerca de un pie de diámetro a una altura de
unos siete pies del piso. ¿Qué es lo que no puede hacer la energía del verdadero genio?
Resolví trepar hasta ese agujero. Había, cerca y frente al agujero, una gran cantidad de
ruedas, piñones y otra maquinaria de aspecto cabalístico; y a través de éste pasaba un
bastón de hierro, parte de la maquinaria. Entre las ruedas y la pared donde estaba el
agujero había apenas espacio para mi cuerpo y aunque era desesperante, estaba
determinada a perseverar. Llamé a Pompeyo a mi lado.
- ¿Ves ese agujero, Pompeyo? Quisiera mirar por él. Te quedarás parado acá, justo
debajo del agujero, así. Ahora, sostiene así una de tus manos y déjame poner un pie en ella.
Ahora con la otra mano, Pompeyo, ayúdame a subir encima de tus hombros.
Hizo todo lo que le pedí y me encontré en cuanto estuve arriba con que podía
fácilmente pasar mi cabeza y cuello por la abertura. La perspectiva era sublime. Nada podía
ser más magnífico. Hice sólo una pausa para ordenarle a Diana que se comportase y le
aseguré a Pompeyo que sería considerada y descansaría sobre sus hombros lo más
ligeramente posible. Le dije que sería tierna con sus sentimientos, ossi tender que
beefsteak. Habiéndole hecho justicia a mi fiel amigo me dediqué con viveza y entusiasmo al
goce de la escena que gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Este tema, sin embargo, lo dejaré de lado. No describiré la ciudad de Edimburgo.
Todos han estado en la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en Edimburgo, la clásica
Edina. Me limitaré a los detalles puntuales de mi lamentable aventura. Habiendo de algún
modo satisfecho mi curiosidad respecto de la extensión, situación y apariencia general de la
ciudad, tuve el deseo de ver la iglesia en la que estaba y la delicada arquitectura del
campanario. Noté que la abertura por la que había asomado mi cabeza daba al disco de un
gigantesco reloj y, desde la calle, debía de parecer como un gran ojo de cerradura tal como
se ve en el frente de los relojes franceses. Sin duda debía de estar para permitir que el
brazo de un operador ajuste, cuando es necesario, las agujas del reloj desde adentro.
Observé también, con sorpresa, el inmenso tamaño de estas agujas, de las cuales la más
larga no debería medir menos de diez pies y ocho o nueve pulgadas en su parte más ancha.
Aparentemente estaban hechas de un sólido acero y sus bordes parecían afilados. Habiendo
tomado nota de estas particularidades, y de algunas otras, volví mis ojos hacia la gloriosa
perspectiva de más abajo y me quedé absorta en la contemplación.
De ésta, después de algunos minutos, fui sacada por la voz de Pompeyo que me dijo
que no podía seguir sosteniéndome por más tiempo y me pidió que tuviera la gentileza de
bajar. Esto no era razonable y se lo dije con un discurso algo largo. Me contestó pero con
una evidente falta de comprensión de mis ideas respecto del asunto. Empecé a enojarme en
la misma medida y le dije directamente que era un tonto, que había cometido una ignoramus
electa, que sus nociones eran apenas insomnio de bueyes y sus palabras apenas mejores que
un enema verborum. Con esto pareció quedar satisfecho y continué con mis
contemplaciones.
Debe de haber sido como media hora después de este altercado que, estando
profundamente absorta por el celestial escenario que se extendía debajo de mí, fui
sobresaltada por algo muy frío que apretaba con gentil presión la parte trasera de mi
cuello. No hace falta decir que me sentí inexpresablemente alarmada. Sabía que Pompeyo
estaba a mis pies y que Diana, de acuerdo con mis expresas directivas, estaba sentada
sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado de la habitación. ¿Qué podía ser? ¡Ay!,
demasiado pronto lo descubrí. Haciendo suavemente mi cabeza a un lado, percibí, con el
horror más extremo, que el gigantesco y centelleante minutero con aspecto de cimitarra
había, en el curso de su giro horario, descendido sobre mi cuello. Supe que no había un
segundo que perder. Me corrí hacia atrás... pero era demasiado tarde. No tuve ocasión de
sacar la cabeza de la boca de esa terrible trampa en la que caí tan limpiamente y que se
estrechaba cada vez más con una rapidez demasiado horrible como para ser concebida. La
agonía de ese momento es algo que no puede ser imaginado. Extendí mis manos y apliqué
toda mi fuerza en empujar hacia arriba la pesada barra de hierro. Podría mejor haber
tratado de levantar en vilo a la catedral misma. Bajaba, bajaba y bajaba, cada vez y cada
vez más cerca. Le pedí ayuda a Pompeyo a gritos pero me respondió que había herido sus
sentimientos al llamarlo "ignorante electa". Le grité a Diana pero ella sólo respondió con un
"guauguauguauguau" y que yo le había dicho que "por ningún motivo se alejara del rincón".
Así no podía esperar ayuda alguna de parte de mis asociados.
Mientras tanto, la pesada y terrible Guadaña del Tiempo (pues ahora descubría la
importancia literal de la clásica frase) no se había detenido ni se iba a detener. Bajaba y
seguía bajando. Ya había enterrado su filoso borde una pulgada en mi carne y mis
sensaciones se tornaban indistintas y confusas. En un momento me veía a mí misma en
Filadelfia con el mundano doctor Moneypenny y al otro de vuelta en la oficina del señor
Blackwood recibiendo sus invalorables instrucciones. Y luego de nuevo los dulces recuerdos
de mejores y remotos tiempos y pensé en ese período feliz en que el mundo no era todo un
desierto y Pompeyo no era tan cruel.
El tictac de la maquinaria me divertía. Me divertía, digo, pues ahora mis
sensaciones rozaban la perfecta felicidad y las circunstancias más triviales me aportaban
placer. El eterno tictac, tictac, tictac del reloj era para mis oídos la música más melodiosa
y, ocasionalmente, me recordaba los elegantes sermones del doctor Ollapod. Estaban
también los grandes números de la esfera del reloj, iqué inteligentes, qué intelectuales
parecían todos! Al momento empezaron a bailar una mazurka y me pareció que era el
número V el que mayor satisfacción daba. Era, evidentemente, una dama bien educada.
Nada de fanfarronería ni falta de delicadeza en sus movimientos. Hacía la pirueta
admirablemente, girando alrededor de su eje. Hice el gesto de alcanzarle una silla pues vi
que parecía fatigada de sus ejercicios y no fue hasta entonces que percibí mi lamentable
situación. !Lamentable, por cierto! La hoja había penetrado dos pulgadas en mi cuello. Fui
elevada a un grado de intenso dolor. Rogué por la muerte y, en la agonía del momento, no
pude dejar de citar los exquisitos versos del poeta Miguel de Cervantes:
¡Vanny Buren, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure, delly morry
Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ahora se presentaba un nuevo horror y uno que por cierto bastaba para
soliviantar los nervios más templados. Mis ojos, por la cruel presión de la máquina, estaban
saliéndose completamente de sus órbitas. Mientras pensaba en cómo podría arreglármelas
sin ellos, uno saltó de mi cabeza y, rodando por la cornisa del campanario, cayó en la
canaleta de desagüe que corría por los bordes del edificio principal. La pérdida de un ojo no
era tanto como el insolente aire de independencia y contento con que me miraba después
que estuvo fuera. Ahí estaba, en la canaleta, justo bajo mi nariz y los aires que se daba
habrían sido ridículos si no fueran desagradables. Tales guiños y parpadeos nunca antes
habían sido vistos. Ese comportamiento de parte de mi ojo en la canaleta no era sólo
irritante teniendo en cuenta su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino también
excesivamente inconveniente en vistas de la simpatía que siempre existe entre los dos ojos
de la misma cabeza, no importa cuán alejados estén. Fui forzada, en cierto modo, a guiñar y
parpadear, quiera o no, en coordinación exacta con esa cosa depravada que yacía bajo mi
nariz. Fui en el acto liberada, sin embargo, por la caída del otro ojo. Al caer tomó la misma
dirección que su compañero (quizá se complotaron previamente). Ambos rodaron juntos por
la canaleta y la verdad es que me sentí muy contenta de librarme de ellos.
La barra estaba ahora cuatro pulgadas y media incrustada en mi cuello y sólo
quedaba un pequeño trozo de piel por cortar. Mis sensaciones eran de completa felicidad
porque sentí que, como mucho, en unos pocos minutos, quedaría liberada de mi desagradable
situación. A la espera de eso no me hallaba del todo decepcionada. A las cinco y veinticinco
minutos de la tarde, precisamente, el enorme minutero había avanzado lo suficiente en su
terrible revolución como para cortar lo poco que quedaba de mi cuello. No me lamenté de
ver la cabeza que me ocasionó tantas molestias separada definitivamente de mi cuerpo.
Primero rodó por la cornisa, luego por la canaleta durante unos pocos segundos
precipitándose entonces en medio de la calle.
Debo confesar con candidez que mis sentimientos eran ahora del más singular...
no, del más misterioso, perplejo e incomprensible carácter. Mis sentidos estaban acá y allá
al mismo tiempo. Con mi cabeza imaginaba, al mismo tiempo, que yo, la cabeza, era la
verdadera Signora Psyche Zenobia, al instante siguiente estaba convencida de que yo, el
cuerpo, era la propia identidad. Para esclarecer mis ideas sobre este tema saqué de mi
bolsillo la caja de rapé pero, al querer aplicar un puñado de su gratificante contenido de la
forma normal, me percaté inmediatamente de mi peculiar deficiencia y, al momento, arrojé
la caja hacia abajo, a mi cabeza. Tomó el puñado con gran satisfacción y me devolvió una
sonrisa de reconocimiento. Momentos después empezó a hablarme pero como no tenía oídos
la oí muy mal. Alcancé, sin embargo, a entender lo suficiente como para darme cuenta de
que la cabeza estaba muy extrañada de que yo quisiera seguir viviendo bajo estas
circunstancias. En su frase final mencionó los nobles versos de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty
comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya
estaba muerto y seguía combatiendo con interminable valor. Ya no había nada que me
impidiese bajar del sitio al que había subido y así lo hice. Nunca pude saber qué vio Pompeyo
de particular en mi aspecto. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiese
romper nueces con los párpados. Al fin, tirando su gabán, saltó hacia la escalera y
desapareció. Grité al villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O'Phlegethon,
qué pálido estás
y torné hacia la amada de mi corazón, la del único ojo, la lanuda Diana. ¡Ay!, qué horrible
espectáculo me esperaba. ¿Había visto en verdad una rata que volvía a su cueva? Y esos
huesos, ¿eran los del desdichado angelito que había sido cruelmente devorado por el
monstruo? ¡Dioses!, ¡qué estoy mirando! ¿Ésa es el alma, la sombra, el fantasma de mi amada
perrita, lo que veo allí sentado en el rincón con pesarosa gracia? ¡Escuchad al que habla y,
cielos... en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun Duk she! Duk she!
¡Ah, cuán ciertas resultaron sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto Por ti... por ti
¡Dulce pequeña! ¡Ella también se sacrificó por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza,
¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.
Etiquetas:
EDGAR ALLAN POE
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario