miércoles, septiembre 04, 2013

PROFECÍA Y CREACIÓN O EL ADIVINO Y EL TRABAJADOR por CESAR VALLEJO



Con frecuencia Víctor Hugo pretendía pasar como profeta.

Grosero estilo profético el suyo. El terrible retórico de “Las Orientales” profetizaba, no
a la manera de los poetas auténticos, sino a la manera de los adivinos y brujas iracundas
de  las  ferias. Creía que el  rol del oráculo poético consiste en anunciar, por ejemplo,  -
como lo hace en “Plein Ciel”- que el avión será un factor de armonía y de dicha entre
los hombres,  aunque  luego  yerre  su  profecía  y  el  aeroplano  sirva,  en  1914,  de  fuerza
destructora entre los pueblos.

El poeta emite sus anunciaciones de otros modo: insinuando en el corazón humano, de
manera oscura e inextricable, pero viviente e infalible, el futuro vital del ser humano y
sus  infinitas  posibilidades. El  poeta  profetiza  creando  nebulosas  sentimentales,  vagos
protoplasmas,  inquietudes  constructivas  de  justicia  y  bienestar  social.  Lo  demás,  la
anticipación  expresa  y  rotunda  de  hechos  concretos,  no  pasa  de  un  candoroso
expediente de brujería barata y es cosa muy fácil. Basta ser un inconsciente con manía
de  alucinado. Así  hacen  las  sibilas  vulgares. No  importa  que  se  realice  o  no  lo  que
anuncian.


LA OBRA DE ARTE Y EL MEDIO SOCIAL

¿Existe  una  estrecha  correspondencia  entre  la  vida  del  artista  y  su  obra?  ¿Existe  un
sincronismo absoluto entre la obra y la vida del autor? Sí. El sincronismo existe en los
grandes  y  en  los  pequeños  artistas,  en  los  conservadores  y  en  los  revolucionarios. El
sincronismo  se  ha  producido  en  el  pasado,  se  produce  actualmente  y  se  producirá
siempre. Aun en el caso de artistas en cuya obra parece, a primera vista,  faltar el  tono
peculiar de su vida,  la concordancia profunda y, a veces subterránea, es evidente. Para
dar con ella, basta auscultarla con buena fe y con un poco de sensibilidad. Cuando faltan
estas calidades en la exégesis, se cae frecuentemente en error.

Tomemos, en vía de ejemplo, algunos casos. Nietzsche fue físicamente un hombre débil
y enfermo. ¿Se va a colegir de aquí que “El origen de  la  tragedia” es  la mueca de un
hombre deshecho y vencido? Tolstoy no tuvo nunca cuitas económicas. No supo lo que
es  ganar  el  pan  con  su  trabajo. Vivió  como  un pequeño  burgués  o, más  exactamente,
como  un  señor  feudal.  ¿Se  colegirá  de  aquí  que  “Resurrección”  es  una  obra
feudalizante? Mallarmé  vivió  en  perpetua  abstención  política,  neutral  ante  el  flujo  y
reflujo de los parlamentos y ausente de los cómicos, asambleas y partidos políticos. ¿Se
colegirá de aquí que “La siesta del fauno” carece de espíritu político y sentido social?.
Evidentemente  no.  Tales  conclusiones  le  vienen  solamente  al  crítico  empírico  y
ramplón. A  semejanza  del mal  fotógrafo  que  busca  en  la  fotografía  la  reproducción
formal y el remedo externo del original, el mal crítico pretende hallar en la obra de arte
la  vida  del  artista. Cuando  no  halla  este  reflejo  –cosa  que,  dicho  sea  de  paso,  ocurre
precisamente,  en  los  grandes  artistas-  concluye  diciendo  en  que  no  hay  ningún
sincronismo entre la vida del autor y su obra. Así es comp. Proceden quienes creen que
la concordancia existe en ciertos artistas pero no en todos.

Para  encontrar  el  sincronismo  verdadero  y  profundamente  estético,  hay  que  tener  en
cuenta que el fenómeno de la producción artística –como dice Millet- es, en el sentido
científico  de  la  palabra,  una  auténtica  operación  de  alquimia,  una  trasmutación.  El
artista  absorbe  y  concatena  las  inquietudes  sociales  ambientes  y  las  suyas  propias
individuales,  no  para  devolverlas  tal  como  las  absorbió  (que  es  lo  que  quería  el mal
crítico y  lo que acontece en los artistas  inferiores), sino para convertirlas dentro de su
espíritu en  otras esencias,  distintas en  la  forma e  idénticas en el  fondo,  a  las materias
primas  absorbidas.  Puede  ocurrir  como  hemos  dicho,  que  a  primera  vista  no  se
reconozca en la estructura y movimiento emocional de la obra, la materia vital en bruto
absorbida  y  de  que  está  hecha  la  obra,  como  no  se  reconoce,  a  la  simple  vista,  en  el
árbol  los cuerpos químicos nutritivos extraídos de  la  tierra. Sin embargo,  si  se analiza
profundamente  la  obra,  se  descubrirá  necesariamente,  en  sus  entrañas  íntimas,
conjuntamente con las peripecias personales de la vida del artista y a través de ellas, no
sólo  las  corrientes  circulantes  de  carácter  social  y  económico,  sino  las  mentales  y
religiosas  de  su  época.  Un  análisis  químico  de  la  sustancia  vegetal  constataría,  así
mismo, un parecido fenómeno biológico en el árbol.

La  correspondencia  entre  la  vida  individual  y  social  del  artista  y  su  obra,  es  pues
constante y ella se opera consciente o subconscientemente y aun sin que lo quiera ni se
lo  proponga  el  artista  y  aunque  éste  quiera  evitarlo. La  cuestión  para  la  crítica  está –
repetimos- en saberla descubrir.




MANIA DE GRANDEZA, ENFERMEDAD BURGUESA

Algunos escritores creen  infundir altura y grandeza a  sus obras, hablando en ellas del
cielo, de los astros y sus rotaciones, de las fuerzas interatómicas, de los electrones, del
soplo  y  equilibrio  cósmico,  aunque  en  tales  obras  no  alienta,  en  verdad,  el  menor
sentimiento de esos materiales estéticos. En la base de esas obras están sólo los nombres
de las cosas, pero no el sentimiento o noción emotiva y creadora de las cosas.


COMUNISMO INTEGRAL

Todo  cuanto  existe,  digno  es  de  entrar  en  la  obra  de  arte,  porque  todo  goza  de  la
inmanente  dignidad  de  la  existencia.  El  arte  no  distingue  cosa  sucia  o  inferior.  La
distinción de cosa sucia podrá venir del estómago. Lo de cosa  inferior, del cerebro. El
corazón  no  tiene  nada  que  ver  en  estas  diferenciaciones. Un  gran  dolor,  un  inmenso
placer, hacen olvidar lo sucio y lo inferior, nivelándolo todo en emoción.

Son muy ilustrativos a este respecto, el arte y la literatura soviéticos. El aliento vital que
sube  por  ellos  desde  el  subsuelo  y  las  entrañas  sociales,  está  rectificando,  como  en
alambique  de  gran  precisión,  todo  el  sistema  de  valores  estéticos  y  morales  de  la
historia. Es una ofensiva arrolladora de  liberación y clarificación del arte,  impulsada y
sostenida por  diversos y nuevos  factores  sociales  revolucionarios, derivados, a  su vez,
de un vasto radical desplazamiento de las relaciones de la producción y del derecho.

Conjuntamente  con  las  costumbres,  las  ideas  y  los  intereses,  se  sacuden  bien  al  aire,
cobrando salud y gracia nuevas, las palabras, los colores, las formas, las sensaciones, los
sentimientos.  Sobre  todo,  los  sentimientos.  Una  nueva  y  hasta  hoy  desconocida
psicología  nace  en  Rusia,  más  libre,  más  natural  y  más  racional  que  la  psicología
burguesa.  ¡Qué  lejos  del  tartufismo,  de  la  “delicadeza”  convencional  y  ñoña  y  de  la
vergüenza  burguesa.  En  una  pieza  teatral,  un  hombre  ordena  el  fusilamiento  de  su
hermano,  en  nombre  del  interés  revolucionario.  En  una  novela,  una mujer  solicita  y
obtiene de las autoridades que el hijo que acaba de dar a luz, sea suprimido, en virtud de
haber  nacido  estropeado.  En  un  cuadro  de  pintura,  figura  un  obrero  en  actitud  de
defecar,  sentado  en  un  confortable  water-clos.  En  un  “film”,  hay  un  toro  negro  y
vigoroso, cubriendo a una ternera blanca y núbil, etc.

¡Qué lejos se está, asimismo, del vicio, del crimen, de la pornografía literaria y artística
y de la “prostitución en forma de suplemento artístico”-que decía Lenin- del capitalismo
decadente, y hasta de la propia inventiva aristofánica (malicia o tono subido sistemático,
es decir, decadencia) y no digo ya de la bestialidad, regresiva y cínica, del Bajo Imperio
y  de  las  Babilonias  refinadas  de  la  antigüedad. No  hay  que  confundir  la  naturalidad
humana,  libre  y  racional  de  la  vida,  con  su  desnaturalización  infra-animal.  Base  de
aquella  es  el  pudor;  fundamento  y  apoyo  de  esta  es  la  pudibundez  de  fachada  o  el
“desnudismo”  inventado  últimamente  por  la  burguesía  alemana  y que no  es  otra  cosa
que el clásico cinismo, a las buenas.


LA DANZA SIN MUSICA

Una evolución sobrevendrá a  la danza: su independencia de  la música, de  instrumento
de fondo o batería, de un violín o de una castañuela. La danza será silenciosa, liberada
de  todo  elemento  extraño  y  de  todo  ritmo  extraño  advenedizo. La  danza  palpitará  en
silencio, inspirada y guiada por una sola música. La de la sangre danzante.

“Espero  una  danza,  -dice  Alfonso  Reyes-  que  no  pretenda  contar  un  cuento,  sino
simplemente ser danza”. Y Alfonso Reyes propone luego “el himno de los hombros, las
sonrisas  paralelas  de  la  cara  y  del  vientre”,  etc.  Reyes  rechaza  la  danza  que  cuenta
cuentos,  pero  olvida  rechazar  la  danza  que  danza motivos musicales. Ya  querría  algo
más radical: la danza que dance la danza y que esté tan lejos de la literatura, como de la
música. Algo  de  esto  realiza  Lisa Duncan,  en  “La  Internacional”  y  sus  danzas  de  la
revolución rusa.


ESTETICA Y MAQUINISMO

Al celestinaje del claro de  luna en poesía, ha sucedido ahora el celestinaje del cinema,
del avión o del radio, o de cualquier otra majadería más o menos “futurista”.

Los profesores, los filósofos y los artistas burgueses tienen un concepto sui-géneris del
rol de  la máquina en  la  vida  social y en el arte, atribuyéndola una especie de carácter
divino. El idealismo y la inclinación al misticismo, que se hallan a la base del criterio de
esta gente, les hicieron ver en la máquina, desde el primer momento de la invención de
Fulton, un ídolo o una divinidad nueva y tan misteriosa como todas las divinidades, ante
la cual había que  prosternarse, admirándola y  temiéndola, a  un  tiempo. Y hasta ahora
mismo  observan  esta  actitud. Los  artistas  y  escritores  burgueses, particularmente,  han
acabado por  simbolizar en  la máquina  la Belleza con B  grande, mientras  los  filósofos
simbolizan  en  ella  la Omnipotencia  con O  grande. Entre  los  primeros  está  la  fascista
Marinetti,  inventor  del  futurismo  y  entre  los  segundos,  el  patriarcal  Tagore,  cuyos
clamores y gritos de socorro contra el imperio jupeterino de la máquina, no ha podido,
menos que estremecer el templo fórdico y maldito de la “cultura” capitalista.

Pero el artista revolucionario tiene otro concepto y otro sentimiento de la máquina. Para
él, un motor o un avión no son más que objetos, como una mesa o un cepillo de dientes,
con  una  sola  diferencia:  aquellos  son  más  bellos,  más  útiles,  en  suma,  de  mayor
eficiencia creadora. Nada más. De aquí que siguiendo esta valoración jerárquica de los
objetos en la  realidad social, el artista  revolucionario haga otro tanto al situarlos en la
obra  de  arte.  La  máquina  no  es  un  mito  estético,  como  no  lo  es  moral  ni  siquiera
económico.  Así  como  ningún  obrero  con  conciencia  clasista,  ve  en  la  máquina  una
deidad,  ni  se  arrodilla  ante  ella  como  un  esclavo  rencoroso,  así  también  el  artista
revolucionario no simboliza en ella la belleza por excelencia, el nuevo prototipo estético
del  universo,  ni  el  numen  inédito  y  revelado  de  inspiración    artística.  El  sociólogo
marxista tampoco ha hecho del tractor un valor totémico en la familia proletaria y en la
sociedad socialista.

La  corriente  futurista  que  a  raíz  de  la  revolución  de Octubre  pasó  por  el  arte  ruso  y
señaladamente, por  la poesía, fue muy explicable, amén de haber sido efímera. Era un
rezumo  clandestino  y  trasnochado  de  la  época  capitalista  recién  tramontada.
Maiakowski,  su  mayor  representante  en  aquel  momento,  terminó  muy  pronto  por
reconocer  así  y  boicoteó,  en  unión  de  Pasternak,  Essenin  y  otros,  todo  residuo
maquinista en la literatura.

Cuando Gladkov exclama: “La nostalgia de las máquinas es más fuerte que la nostalgia
del amor” lo dice solamente como se podría decir: “La nostalgia de las máquinas es más
fuerte que la nostalgia de mi cuarto” o de cualquiera otra cosa. No es la máquina la que
sube sino el amor el que aterriza. Y no deja de contar en este caso el sentimiento que
Walt Whitman  posee  de  la máquina,  según  el  cual  sin  desconocer  el  valor  social  y
estético de ella, la moviliza y sitúa en sus poemas con una justeza impresionante.

Tan equivocados andan hoy los poetas que hacen de la máquina una diosa, como los que
antes hacían una diosa de la luna o del sol o del océano. Ni edificación ni celestinaje de
la máquina. Esta no es más que un instrumento de producción económica y como  tal,
nada más que un elemento cualquiera de creación artística, a semejanza de una ventana,
de una nube, de  un espejo  o de una  ruta, etc. El  resto  no pasa de  un animismo de un
nuevo cuño, arbitrario, mórbido, decadente.

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