miércoles, septiembre 04, 2013
LITERATURA A PUERTA CERRADA O LOS BRUJOS DE LA REACCION por CESAR VALLEJO
El literato a puerta cerrada, no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema
económico, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e
inmediato de las fuerzas y direcciones encontradas de la realidad social y objetiva, nada
de esto llega hasta el bufete del escritor a puerta cerrada.
Este plumífero de gabinete es hijo directo del error económico de la burguesía.
Propietario, rentista, con prebendas o sinecuras de Estado o familia, el pan y el techo le
están asegurados y puede escapar a la lucha económica, que es incompatible con el
aislamiento. Tal es el más frecuente caso económico del literato de gabinete. Otras
veces, el escriba se nutre el estómago de un tácito sentido económico, heredado de la
psicología de clase de que procede. Carece entonces de renta, como vulgar parásito de la
sociedad, pero disfruta de un temperamento que le permite practicar una literatura de
gran cotización. ¿Cómo? “El artista –escribe Upton Sinclair-, que triunfa en una época,
es un hombre que simpatiza con las clases reinantes de dicha época, cuyos intereses e
ideales interpreta, identificándose con ellos”. En una sociedad de aburridos regoldantes
y de explotadores satisfechos, que, como decía Lenin, “enferman de obesidad”, la
literatura que más place es la que huele a polilla de bufete. Cuando la burguesía francesa
fue más feliz y satisfecha de su imperio, la literatura de mayor prestancia fue la de
puerta cerrada. A la víspera de la guerra, el rey de la pluma fue Anatole France. Hoy
mismo, en los países donde la reacción burguesa se muestra más recalcitrante, como en
la propia Francia, en Italia y en España –para no citar sino países latinos-, los escritores
en boga son Paul Valery, Pirandello y Ortega y Gasset, cuyas obras contienen en el
fondo, una evidente sensibilidad de gabinete. Ese refinamiento mental, ese juego de
ingenio, esa filosofía de salón, esa emoción libresca, trascienden a lo lejos al hombre
que se masturba muellemente, a puerta cerrada.
ACERCA DEL CONCEPTO DE CULTURA
Se ha manejado con tal hartura y con tanto ensañamiento la palabra “cultura” en
filosofía y la palabra “culto” en psicología, que pocos afinan ya a dar con el contenido
de estos vocablos. No me refiero únicamente a la confusión que reina en la opinión
pública, ni en la conciencia social media. Me refiero, principalmente, a la confusión de
las filosofías y de los propios filósofos. No hay dos de éstos cuyo concepto “cultura” sea
idéntico. Aquél llama culto al hombre que sabe sentir la música de Stravinsky, mientras
éste llama culto al hombre honrado, aunque demuestre una sordera absoluta ante el
“Apolo Musageta”. Otro llama culto al hombre que maneja magistralmente el latín y el
hebreo en la Academia, mientras un cuarto llama culto al hombre que cumple
escrupulosamente sus compromisos cotidianos, auque sea un analfabeto integral.
El escritor inglés Stacy Aumonier clasificaba a los pueblos, según el grado de su
cultura, en la siguiente forma: Primero; Pueblos cultos, por orden de sus méritos:
Suecia, Escocia, Dinamarca, Holanda, Inglaterra, Noruega, Hungría, Suiza y Alemania.
Segundo; Pueblos semicultos: Francia, Bélgica, Austria, Checoslovaquia. Tercero;
Pueblos bárbaros: Italia, Irlanda, Portugal, España, Grecia, Turquía y países Balcánicos.
Pero el escritor francés, M. Rocín –de la academia Goncourt- cree, en cambio, que M.
Aumonier se equivoca y que un pueblo como Francia, que ha renovado la filosofía y las
matemáticas con Pascal, que ha creado el electro-magnetismo con ampere, que ha
revolucionado la medicina con Pasteur, que ha ilustrado la pintura con Watteau y que en
literatura ha producido a Montaigne, Rabelais, Moliere, Balzac, tiene derecho a figurar
en la primera línea de los pueblos cultos.
Seguramente, M. Aumonier llama culto al hombre que M. Rosny cree bárbaro y
viceversa. Probablemente, M. Rosny estima que un químico es, por el solo hecho de
haber creado una fórmula científica, un hombre culto, mientras que M. Aumonier
estima, tal vez, por su parte, que culto es sólo el hombre sano de cuerpo y espíritu, casto
en la sensualidad, honesto para sí mismo y para los demás y, en fin, que comprende
natural y humanamente su destino, aunque no sea químico ni revolucionario en
medicina.
La confusión en ese punto refleja la confusión y contradicciones inherentes al espíritu y
a la sociedad capitalista en general. Dentro de ella operan las más opuestas filosofías,
según el interés de clase, de patria, de raza, etc. Las filosofías varían hasta dentro de una
misma estructura social. En cada país viven tantas filosofías y conciencias sociales,
como clases hay en ellas. Las ideologías se superponen según la jerarquía de esas clases.
Esto puede verse también reflejado en las formas de le educación, con su multitud de
escuelas de tipos diversos y con su caos de métodos y fines. “La escuela burguesa –
escribe el pedagogo ruso Pistrack –está incapacitada para dar una concepción unificada
del mundo. Sólo la escuela única- propugnada por el Soviet- puede producir un tipo
único y universal de cultura”.
Así, pues, mientras subsista el régimen capitalista, con contradicciones emanadas de la
concurrencia económica, subsistirá el caos ideológico y cultural en el mundo.
LOS DOCTORES DEL MARXISMO
Hay hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo, para luego tratar de
meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esta teoría. La vida
viene, en este caso, a servir a la doctrina, en lugar de que ésta –como quería Lenin- sirva
a aquella. Los marxistas rigurosos, los marxistas fanáticos, los marxistas gramaticales,
que persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la realidad
histórica y social a comprobar literal y fielmente la teoría del materialismo histórico –
aún desnaturalizando los hechos y violentando el sentido de los acontecimientos-
pertenecen a esta clase de hombres. A fuerza de querer ver en esta doctrina la certeza
por excelencia, la verdad definitiva, inapelable y sagrada, una e inmutable, la han
convertido en un zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital –tan
preñado de sorpresas- calce dicho zapato, aunque sea magullándose los dedos y hasta
luxándose los tobillos. Son estos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo,
aquellos que velan y custodian con celo de amanuenses, la forma y la letra del nuevo
espíritu, semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su
aceptación y acatamiento al marxismo, son tan excesivos y tan completo su vasallaje a
él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia –lo que hacen únicamente
los hombres libres- sino que van hasta interpretarlo literalmente, estrechamente.
Resultan así convertidos en los primeros traidores y enemigos de lo que ellos, en su
exigua conciencia sectaria, creen ser los más puros guardianes y los más fieles
depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a esta tribu de esclavos que el propio maestro se
resistía, el primero, a ser marxista.
Partiendo de la convicción de que Marx es el único filósofo que ha explicado
científicamente el movimiento social y que ha dado, es consecuencia, y de una vez por
todas, con el clavo de las leyes de la historia, la primera desgracia de estos fanáticos
consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades creadoras, relegándose a la
condición de simples panegiristas y papagayos de “El Capital”. Según ellos, Marx será
el último revolucionario de todos los tiempos y, después de él, ningún hombre podrá
descubrir nada. El espíritu revolucionario acaba con él y su explicación de la historia
contiene la verdad última e incontrovertible, contra la cual no cabe ni cabrá objeción de
derogación posible, ni hoy ni nunca. Nada puede ni podrá concebirse no producirse en
la vida, sin caer dentro de la fórmula marxista. Toda la realidad universal es una
perenne y cotidiana comprobación de la doctrina materialista de la historia. Para
decidirse a reír o llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan su “Capital” de
bolsillo y lo consultan. Cuando se les pregunta si el cielo está azul o nublado, abren su
Marx elemental y, según lo que allí leen, es la respuesta. Viven y obran a expensas de
Marx. Ningún esfuerzo les está exigido ante la vida y sus vastos y cambiantes
problemas. Les es suficiente que, ante ellos, haya existido el maestro que ahora les
ahorra la obligación y la responsabilidad de pensar por sí mismo y de ponerse en
contacto directo con las cosas.
Freud explicaría fácilmente el caso de estos parásitos, cuya conducta responde a
instintos e intereses opuestos, precisamente, ala propia filosofía revolucionaria de Marx.
Por más que les anime una sincera intención revolucionaria, su acción efectiva y
subconsciente les traiciona, denunciándolos como instrumentos de un interés de clase,
viejo y oculto, subterráneo y “refoulé” en sus entrañas orgánicamente reaccionarias. Los
marxistas formales y esclavos de la letra marxista son, en general, casi siempre, de
origen y cepa social burguesa o feudal. La educación y la cultura y aun la voluntad, no
han logrado expurgarlos de estas lacras y fondos clasistas.
EL AGRO Y LA URBE Y SU SÍNTESIS SOCIALISTA
Aún son legión los profesores patriarcales. –Tolstoy a la cabeza- que levantan entre el
vulgo y el agro una barrera tremenda, sagrada, infranqueable. Esta misma barrera se
apoya, del otro lado, en una doctrina idéntica de los profesores ultra-ciudadanos.
Aquellos se han erigido en apóstoles y defensores de la existencia campesina, y los
otros en defensores y apóstoles de la existencia urbana. A lo sumo, ambos bandos llegan
a la tímida concesión de un Hyde Park en Londres y de una Jasnaia Polania en estepa.
Pero entre uno y otros, se yergue en esta cuestión la doctrina socialista. En Rusia, el
campo y la ciudad se mancomunizan más y más, forjando el tipo del hombre nuevo,
cuyo género de vida, trabajo y módulos culturales, participarán, por igual, de una y otra
atmósfera. ¿Por qué al trabajador del campo le ha de estar prohibido conocer y disfrutar
de los intereses, derechos y obligaciones, goces e inquietudes colectivas del trabajador
de la ciudad? ¿Y por qué, a su turno, este ha de estar condenado a idéntica privación
respecto de la vida campesina?
El socialismo trata de refundir en el hombre futuro al habitante de la urbe y al habitante
del agro. La civilización del porvenir debe basarse e inspirarse en ambos, someterlos a
unas mismas disciplinas sociales y extraer de los dos al individuo nuevo, el molde
sintético de la humanidad. Y esto se está ya efectuando en Rusia con los kombinats,
tipos originalísimos de convivencia social, especie de grandes núcleos colectivos –mitad
agrarios y mitad industriales, mitad bucólicos y mitad ciudadanos.
EL DUELO ENTRE DOS LITERATURAS
El proceso literario capitalista no logra, por más que lo desean sus pontífices y
capataces, eludir los gérmenes de decadencia que le suben, desde hace muchos años, del
bajo cuerpo social en que él se apoya. Esto quiere decir que las contradicciones
congénitas, crecientes y mortales en que se debate la economía capitalista, circulan
igualmente por el arte burgués, engendrando su debacle. Esto quiere decir, asimismo,
que la resistencia de aquellos caciques intelectuales para no dejar de morir esta
literatura, es vana e inútil, ya que estamos ante un hecho determinado, en un plano
rigurosamente objetivo, nada menos que por fuerzas y formas de base de la producción
económica, muy distantes y extrañas a los intereses sectarios, profesionales e
individuales del escritor. La literatura capitalista no hace, pues, más que reflejar –sin
poderlo evitar, repito-, la lenta y dura agonía de la sociedad que procede.
¿Cuáles son los más saltantes signos de decadencia de la literatura burguesa? Estos
signos se han evidenciado harto ya para insistir sobre ellos. Todos pueden, no obstante,
filiarse por un trozo común, el agotamiento de contenido social de las palabras. El verbo
está vacío. Sufre de una aguda e incurable consunción social. Nadie dice a nadie nada.
La relación articulada del hombre con los hombres, se halla interrumpida. El vocablo
del individuo para la colectividad, se ha quedado trunco y aplastado en la boca
individual. Estamos mundos, en medio de nuestra verborrea incomprensible. Es la
confusión de las lenguas, proveniente del individualismo exacerbado que está en la base
de la economía y política burguesa. El interés individual desenfrenado –ser el más rico,
el más feliz, ser el dictador de un país o el rey del petróleo-, lo ha colmado de egoísmo
todo, hasta las palabras. El vocablo se ahoga de individualismo. La palabra –forma de
relación social, la más humana entre todas- ha perdido así toda su esencia y atributos
colectivos.
Tácitamente, en la cotidiana convivencia, todos sentimos y nos damos cuenta de este
drama social de confusión. Nadie comprende a nadie. El interés de uno habla un
lenguaje que el interés del otro ignora y no entiende. ¿Cómo va a entenderse el
comprador y el vendedor, el gobernado y el gobernante, el pobre y el rico? Todos
también nos damos cuenta de que esta confusión de lenguas no es, no puede ser, cosa
permanente y que debe acabar cuanto antes. Sabemos que para que ella acabe no hace
falta sino una clase común: la justicia, la gran aclaradora, la gran coordinadora de
intereses.
Entretanto, el escritor burgués sigue construyendo sus obras con los intereses y
egoísmos particulares a la clase social de que él procede y para la cual escribe. ¿Qué
hay en estas obras? ¿Qué expresan? ¿Qué se dicen en ella los hombres? ¿Cuál es en
ellas el contenido social de las palabras? En los temas y tendencias de la literatura
burguesa no hay más egoísmo y, desde luego, sólo los egoístas se placen en hacerla y en
leerla. La obra de significación burgués o escrita por un espíritu burgués, no gusta sino
al lector burgués. Cuando otra clase de hombre –un obrero, un campesino y hasta un
burgués liberado de su vértebra clasista- pone los ojos en la literatura burguesa, los
vuelve con frialdad o repugnancia. El juego de interese de que se nutre semejante
literatura, habla, ciertamente, un idioma diverso y extraño a los intereses comunes y
generales de la humanidad. Las palabras aparecen ahí incomprensibles e inexpresivas.
Los vocablos fe, amor, libertad, armonía, bien, pasión, verdad, dolor, esfuerzo, trabajo,
dicha, justicia, yacen vacíos o llenos de ideas y sentimientos distintos a los que tales
palabras enuncian. Hasta los vocablos vida, dios e historia son equívocos o huecos. La
vaciedad y la impostura dominan en el tema, la contextura y el sentido de la obra. Aquel
lector rehuye entonces o boicotea esta literatura. Tal ocurre, señaladamente, con los
lectores proletarios respecto de la mayoría de autores y obras capitalistas.
¿Qué sobreviene entonces?
De la misma manera que el proletariado va cobrando rápidamente el primer puesto en la
organización y dirección del proceso económico mundial, así también va él creándose
una conciencia de clase universal y, con ésta, una propia sensibilidad, capaz de crear y
consumir una literatura suya, es decir, proletaria. Esta nueva literatura está naciendo y
desarrollándose en una proporción correlativa y paralela –en extensión y hondura- a la
población obrera internacional y a su grado de conciencia clasista. Y como esta
población abraza hoy las nueve décimas partes de la humanidad y como, de otro lado, la
conciencia proletaria gana en estos momentos casi la mitad de los trabajadores del
mundo, resulta que la literatura obrera está dominando casi por entero la producción
intelectual mundial. “Algo tenemos ya que opones –dice modestamente el escritor
proletario alemán, Joahnnes Becher- en el dominio de la poesía, de la novela y hasta del
teatro a las obras maestras de la literatura burguesa”. Pero, con más justeza, Bélla Illés
dice: “La literatura proletaria se halla ya, en muchos países capitalistas (especialmente
en Alemania) en condiciones de rivalizar con la literatura burguesa”.
¿Cuáles son los más saltantes signos de la surgente literatura proletaria? El signo más
importante está en que ella devuelve a las palabras su contenido social universal,
llenándolas de un substractum colectivo nuevo, más exuberante y más puro y
dotándolas de una expresión y de una elocuencia más diáfanas y humanas. El obrero, al
revés del patrón, aspira al entendimiento social de todos, a la universal comprensión de
seres e intereses. Su literatura habla, por eso, un lenguaje que quiere ser común a todos
los hombres. A la confusión de lenguas del mundo capitalista, quiere el trabajador
sustituir el esperanto de la coordinación y justicia sociales, la lengua de las lenguas.
¿Logrará la literatura proletaria este renacimiento y esta depuración del verbo, forma
suprema ésta y la más fecunda del instinto de solidaridad de los hombres?
Sí. Lo logrará. Ya lo está logrando. No exageramos tal vez al afirmar que la producción
literaria obrera de hoy contiene ya valores artísticos y humanos superiores, en muchos
aspectos, a los de la producción burguesa. Digo producción obrera, englobando en esta
denominación a todas las obras en que dominan, de una u otra manera, el espíritu y los
intereses proletarios; por el tema, por su contextura psicológica o por la sensibilidad del
escritor. Así es como figuran dentro de la literatura proletaria autores de diversa
procedencia clasista, tales como Upton Sinclair, Gladkov, Selvinsky, Kirchon,
Pasternak, O’Flaherty y otros, pero cuyas pnras están, sin embargo, selladas por una
interpretación sincera y definida del mundo de los trabajadores.
De otra parte, son muy significativos a este respecto la atención y respeto que la
literatura proletaria despierta en los mejores escritores burgueses, atención y respeto que
se traducen por la frecuencia con que tratan –aunque sólo episódicamente- en su
reciente producción, de la vida, las luchas y derroteros revolucionarios de las masas
trabajadoras. Esta actitud revela dos cosas; unas veces, el “snobismo” propio de las
“inteligencias” bizantinas y, otras la inestabilidad y vacilaciones características de una
ideología moribunda.
En suma, todas estas consideraciones atestiguan, de un lado, el advenimiento y la
ofensiva arrolladora de la literatura proletaria y, de otro lado, la derrota y desbandada de
la literatura capitalista.
La encrucijada de la historia está, como se ve, zanjada en este terreno.
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