miércoles, septiembre 11, 2013

UN RESPLANDOR EN LA MEJILLA por ROBERTO BOLAÑO


Y Utopía fue el veterinario,

 el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,

 y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando 

uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacías. 

Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal. 

Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes. 

Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban 

unos niños extraviados que tenían el corazón maravilloso 

hasta la náusea. 

¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos 

contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente 

parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo 

haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas 

policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde 

una ventana redonda, como de baño público, y 

los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto 

con los bolsillos llenos de dinero gratis. 

Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor 

inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos 

pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman. 

Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos, 

automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico, 

visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran 

con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes, 

estrépito de humedad. 

Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas 

e interminables como las novelas de Victor Hugo. 

Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos 

de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas 

eléctrica y luminosa. 

Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro 

en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años 

de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles 

enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero 

los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos 

como lanzas florecían. 

Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía, 

los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico, 

alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo 

que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo 

aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir 

en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en 

las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos 

en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe 

desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar, 

y no sabemos qué decir: los labios partidos, 

la cara blanca del invierno manchada de lipstick. 

La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece 

a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas 

plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera 

de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces. 

Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar 

puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada. 

No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia. 

No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas 

ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras 

del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados 

en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin 

contexto, una mano críspada fuera de la foto.

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