sábado, septiembre 07, 2013

METZENGERSTEIN por EDGAR ALLAN POE


Pestis eram vivus
moriens tua mor ero.
MARTÍN LUTERO

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir
una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el
interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsícosis. Nada
diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de
nuestra incredulidad (como lo dísela Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían
en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban
(según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— nedemeure qu'une seule fois dans un
corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme méme, n'est que la ressemblance peu
tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás
hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía
residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída
cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad
de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no
hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran
contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los
vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían
contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La
más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables
sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse
entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el
antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo
hereditario? La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa
más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra
narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada
antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la
caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse
diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de edad. Su
padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En
aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una
soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con
un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven
barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había
visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más
esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no
había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta
millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía
prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el
comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas esperanzas de sus más
entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron
comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y
ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las
garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio
en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de
incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de
Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que cubrían lúgubremente las paredes
representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de
manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano,
oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el
cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían
sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra vez aquí, las figuras
voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al
compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de
Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus ojos se volvían
distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que
aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En
el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su
derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos
habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes
bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba
difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto.
Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que
alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el
tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos
resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el
muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber
cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo
hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los
ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño
resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido,
dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el
momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra
contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él
permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el
contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del
palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban
de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz tan
sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica
exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo
reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas
incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del
conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual
es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—.
Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo
insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer,
del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque,
como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo —agregó, luego
de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de
las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las caballadas del
conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia
de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con
el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una
pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como
completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó
insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones.
Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de
resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente
cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—dijo uno de
sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirándolos botes y las arremetidas
del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban
por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—. ¿Muerto,
dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será una
noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea
se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón
Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en
completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas; al mismo
tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la
aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas
extensiones parecía andar sin un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de
ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como
su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con
su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el barón a cazar con
nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la
caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las
invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se
oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que
quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y
que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo».
Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el
poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la
natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido
su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a aquellas muertes. No faltaban
quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre
los cuales cabe mencionar al médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía
morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza
aún más equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto
que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus Broces y demoníacas
tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos de todos los hombres de buen
sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen
tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal
caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un
carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíase
medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las
más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que
todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y
sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado.
Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo
cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una
cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en
algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de
inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar
una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más
escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que
contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein
palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían
humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario efecto que las
fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que
mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y
cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía
el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan
imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo
de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un
maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a las profundidades
de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus
domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de
ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a
agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su
avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre
se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y
espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación
que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que
pueda proporcionarla materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del
palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la
Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que
se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos
sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios, que se
había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de
los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro
instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la
escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel
caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma.
Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba
un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó
pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.

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